Límites que empoderan: cómo aprender a decir que no a tiempo
Hacernos cargo de lo que realmente deseamos es poner un límite. Un límite a todo eso que dejo afuera porque prefiero esto que elijo por encima de todo lo demás.

Si hay algo que ayuda a multiplicar el amor propio, es precisamente, saber poner límites.
A uno mismo, a los demás, a todo aquello que la vida te vaya presentando. Los límites son contención, son protección, son imprescindibles.

Saber establecer una distancia con otra persona o con algo que tenemos entre manos es parte de saber cuidarnos. Saber discernir hasta donde llegan nuestras posibilidades, es escucharnos. Saber registrar nuestras fuerzas y frenar a tiempo es una irrefutable muestra de autoconocimiento. Y todo eso forma parte de la autoestima y la valoración que tenemos de nosotros mismos.

En cuestión de límites el equilibrio es clave. Ponerse en una postura demasiado rígida y sostener límites estáticos generará una presión difícil de sostener. Al contrario quedarse en límites vagos nos llevará a una inestabilidad que nos dejará más confundidos aún.
Al compartir la vida con otras personas, ya sea en ámbitos personales, laborales o educativos, nos encontramos en situaciones donde se juegan nuestros límites y los de los demás. Porque también de eso se trata, de poder leer qué límite me está marcando el otro. De entender hasta dónde puedo llegar sin cruzar líneas que no me fueron habilitadas en absoluto. Respetar el límite ajeno será prioritario en la búsqueda de la armonía y la paz de la vida en sociedad.

En cuestión de relaciones personales los límites hacen a la salud de los vínculos. Cuando los límites se desdibujan, cuando las personas se confunden y se funden en una, cuando la simbiosis toma la posta de la relación, no hay pareja o familia que no termine haciendo algún tipo de síntoma. Las personas dependemos de otras, somos seres sociales por naturaleza, pero también necesitamos esa distancia que nos permite escucharnos a nosotros mismos en el medio de tantas voces que nos rodean. Un límite ayuda en ese aspecto: acalla las voces que no deseo escuchar, habilita las voces que me puedan hacer bien, destaca mi propia voz por encima de las demás. Y eso es amor propio en su máxima expresión. Eso es empoderamiento. Es habilitar el propio poder sin miedo a que los demás no lo acepten, y es hacerse cargo también, de todo eso que trae implicado.

En cuanto a los límites que nos ponemos a nosotros mismos, el equilibrio lo vamos a encontrar en la autoconciencia y los cuidados para con uno mismo. Ponernos límites frente a los excesos, límites frente a los riesgos, o frente a la autoexigencia que no cesa, serán formas más que saludables de cuidarnos y dar prioridad a nuestras necesidades más básicas. Esa también será una hermosa manera de elevar el poder interior, de sentirse más valioso e importante.
Hacernos cargo de lo que realmente deseamos es poner un límite. Un límite a todo eso que dejo afuera porque prefiero esto que elijo por encima de todo lo demás.

Aprender a decir que no es más que un arte, es un acto de voluntad inmenso. Porque en ese “no” se juegan muchos “si” que al principio se pueden sentir como desafíos a los que responder acertadamente. Desde otro ángulo en ese “no” se niegan muchas cosas que quedan fuera de juego.
Tal vez personas, tal vez momentos, o recompensas. En cada caso será menester evaluar a conciencia qué gano o pierdo con cada decisión, en cada si o cada no que envío al mundo. A cada paso será necesario recordar cuál es el motivo de cada elección y actuar en consecuencia a pesar de todo, sabiendo que en definitiva, siempre podemos elegir ser los dueños de la próxima decisión.

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